Quizás su primer nombre “Lee”
no les hace recordar majestuosos vestidos como sacados de fábulas, pero
Alexander McQueen definitivamente si lo hace.
Sus años de juventud
transcurrieron en un colegio masculino, junto a sus hermanos, y a pesar de
estar rodeado de testosterona, nunca dudó en mostrar su inclinación artística.
Pasaba horas dibujando ropa femenina en sus cuadernos, y creando vestidos a sus
hermanas. Fue así que decidió dejar la escuela a los dieciséis años para ser
aprendiz de sastre en Anderson y Sheppard. Posteriormente, realizó vestuarios
para teatro y esto pudo alimentar la imaginación en la estética única que
poseen sus diseños.
Debido a su capacidad de
contraponer la belleza y el terror en la esencia de un vestido, al igual que su
libre espíritu, logra llamar la atención de Isabella Blow, quien compra todas
las piezas exhibidas en su graduación en la prestigiosa
escuela St. Martins College of Art & Design como diseñador y se convierte en su mentora.
Sus cualidades no dejan de hacer eco en las paredes de la industria de la moda,
y se convierte en el director creativo de grandes firmas como Givenchy,
destronando así a su compañero de estudio John Galliano (anterior director
creativo).
Después de su triste
partida el 11 de febrero de
2010, toma las
riendas del negocio su mano derecha, Sara Burton, quien en cada colección
logra, sin duda, hacer una oda a la genialidad de McQueen, manteniendo así el
carácter de la marca.
Este “infante terrible”
no sólo fue un invaluable diseñador que dejó huella en la historia, fue un
hombre que nos mostró un mundo de fantasía en el cual, salirse de los
parámetros de la normalidad, es una bella forma de liberarse. Por ello estoy segura que su nombre y obra
permanecerán tatuados en la conciencia de aquellos que admiramos a los
precursores de la innovación.
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